Se cumple el primer aniversario de la desaparición de Jorge Julio López. A muchos les resultó difícil aceptarlo en las primeras horas, e incluso en los primeros días, pero, con el transcurrir del tiempo, no hubo ya quien no reconociese que nos encontrábamos de nuevo ante la consumación de un macabro operativo del estilo de los que practicaban, con sistemática frecuencia, los grupos de tareas durante los años de la dictadura de Videla y compañía. Todas las coordenadas del caso nos remitían irremediablemente a ese indeseable punto dentro del mapa de conjeturas que se había confeccionado. López fue testimoniante en el juicio por el que se condenó a prisión perpetua al ex jefe policial Miguel Etchecolatz, quien se había desempeñado en ese cargo durante la mencionada dictadura. Y López fue testimoniante, precisamente, por su condición de víctima directa de las prácticas aberrantes del ex comisario cuando se encontraba secuestrado y, valga la redundancia, “desaparecido“. El testimonio de López fue determinante en la decisión de los jueces; de esa manera, el viejo policía pasó a ser el primero en recibir una sentencia adversa desde que el Poder Judicial dispuso la reapertura de los procesos a los ex represores.
Es evidente que López pagó su osadía con su nueva –y presumiblemente definitiva– desaparición. El hecho no expresó sólo un acto de venganza de los “amigos” de Etchecolatz, sino una clara señal de terror para todos aquellos que también estaban dispuestos a dar testimonios que podían complicar la situación de otros represores. Pero resulta un ejercicio estéril quedarse en un clamor de indignación contra quienes viven escupiendo sin asco sobre la libertad, la democracia y la vida de los otros. Hay que preguntarse por el aporte que han hecho a la impunidad todos los gobiernos constitucionales. Y hay que preguntarse, también, por el aporte de los que, de manera irresponsable, alentaron a que se abriera la caja de Pandora, sin una clara voluntad de enfrentar las consecuencias de ese gesto.
Es difícil determinar si la sociedad ya vivía como algo lejano esa modalidad de la desaparición por cuestiones políticas. Lo que sí se puede decir es que lo novedoso de lo ocurrido con López es la reinauguración de esa práctica. Esa modalidad que no permite, aunque se pueda especular y sospechar, visualizar a un responsable de carne y hueso, con identidad declarada. Pero, en tanto crimen político, es sólo uno más que se agrega a la dolorosa lista de esta democracia “custodiada” por lobos.
¿Hasta cuándo el martirio o la inmolación serán el destino irremediable de aquellos que se proponen sostener con consecuencia y firmeza una actitud ética cuando está en discusión un modo de acumulación económica en beneficio de unos pocos y la impunidad de la fuerza armada que lo garantiza?
La calidad del compromiso de la ciudadanía con el reclamo de que la Justicia investigue qué ocurrió con López y aplique todo el rigor de la ley sobre quienes corresponda no es un dato ajeno para ensayar respuestas a este interrogante.
Nota editorial de TRAS CARTÓN Nº 174, septiembre de 2007
Es evidente que López pagó su osadía con su nueva –y presumiblemente definitiva– desaparición. El hecho no expresó sólo un acto de venganza de los “amigos” de Etchecolatz, sino una clara señal de terror para todos aquellos que también estaban dispuestos a dar testimonios que podían complicar la situación de otros represores. Pero resulta un ejercicio estéril quedarse en un clamor de indignación contra quienes viven escupiendo sin asco sobre la libertad, la democracia y la vida de los otros. Hay que preguntarse por el aporte que han hecho a la impunidad todos los gobiernos constitucionales. Y hay que preguntarse, también, por el aporte de los que, de manera irresponsable, alentaron a que se abriera la caja de Pandora, sin una clara voluntad de enfrentar las consecuencias de ese gesto.
Es difícil determinar si la sociedad ya vivía como algo lejano esa modalidad de la desaparición por cuestiones políticas. Lo que sí se puede decir es que lo novedoso de lo ocurrido con López es la reinauguración de esa práctica. Esa modalidad que no permite, aunque se pueda especular y sospechar, visualizar a un responsable de carne y hueso, con identidad declarada. Pero, en tanto crimen político, es sólo uno más que se agrega a la dolorosa lista de esta democracia “custodiada” por lobos.
¿Hasta cuándo el martirio o la inmolación serán el destino irremediable de aquellos que se proponen sostener con consecuencia y firmeza una actitud ética cuando está en discusión un modo de acumulación económica en beneficio de unos pocos y la impunidad de la fuerza armada que lo garantiza?
La calidad del compromiso de la ciudadanía con el reclamo de que la Justicia investigue qué ocurrió con López y aplique todo el rigor de la ley sobre quienes corresponda no es un dato ajeno para ensayar respuestas a este interrogante.
Nota editorial de TRAS CARTÓN Nº 174, septiembre de 2007
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