Hay una foto suya, la que ocupa la primera plana de la última muestra anual de fotoperiodismo argentino, en que se lo ve entrando a la comisaría 5ta. de la ciudad de la Plata, centro donde estuvo detenido durante la dictadura. Tiene puesta la boina, algo torcida hacia un costado. Por debajo de la boina, a los costados, se le escapa algo de su pelo gris, en forma de patilla, sobre las orejas. Tiene la mirada lúcida, los ojos abiertos, muy despiertos. Y levanta un brazo, señala algo que no vemos, que no se ve, por encima de un uniformado de la bonaerense que lo mira de frente y al que le vemos sólo la nuca. A Lopez se lo ve entonado, seguro, algo así como “yo estuve acá, muchachos, los que me metieron picana, a mi y a los otros, de día y de noche, con saña, se llaman así y asá, se paseaban por este pasillo; esa era mi celda, ahí me meaba y me cagaba, acá estaba detenido tal o cual, etc.”.
Se lo ve entero, con la verdad puesta de su lado. Con todos nosotros paraditos y paraditas detrás de él.
Hay una imagen viva de Lopez, cuando se sienta frente al letrado de los tres jueces que están para juzgar al ex jefe de investigaciones de la Policía bonaerense, Miguel Etchecolatz. Lopez tiene puesta la boina y un pulóver rojo, grueso. Le hacen la pregunta de rigor, aquello de si jura decir la verdad, y nada más que la verdad, con la mano en la constitución. Lopez dice que si, que está esperando ese momento desde hace treinta años, de que tenía diecinueve y se lo llevaron una noche, en las sombras, porque los cagones te llevaban cuando todo el mundo dormía, cuando nadie veía nada, que está esperando ese momento desde que le cambiaron la vida tanta tortura, tanta mierda, tanta locura, que está esperando ese momento por él, por todos los que se llevaron, por su familia. Y toma asiento. Detrás de él, sentadas, en silencio, algunas tomadas de los brazos, enteras como un dique de piedra que aguanta sobre sus espaldas un océano entero, hay algunas madres, sus pañuelos blancos, sus arrugas. Lopez habla un poco trabado, tiene los músculos de la cara tensos, los ojos bien chiquitos, el micrófono a sólo unos centímetros de su cara. Y hace memoria, cuenta, denuncia, da nombres, lugares, fechas; brinda el testimonio más relevante del histórico juicio que se le hace a una de las figuras más nefastas de la dictadura, una mierda que, cuando le tocó hablar, porque él si tuvo derecho a decir lo suyo, a defenderse, dirigiéndose al tribunal, con la cara avejentada, la boca chiquita, cerrada, el pelo blanco como el de su victima, les dijo que no eran ellos, los jueces, quienes lo iban a juzgar, sino el que está arriba, y señaló con un dedo hacia el techo, el todopoderoso, aclaró, el Dios cristiano, el que nos bendijo mientras masacrábamos a una generación entera de chicos y chicas.
Cada vez que lo veo a Lopez, me cruzo con su imagen, si está en moviendo más aún, se me hace un nudo en la garganta, se me endurecen las pantorrillas, los muslos, la panza, el orto. Me parte al medio pensarlo a Lopez, un obrero, un trabajador, un peón, un militante de base, poco formado, padre de familia, un jubilado, un hombre que hace poco le pasó a un amigo una serie de papeles escritos a mano, de su propia mano, con toda su pesadilla, de punta a punta, palabras, dibujos, garabatos, denuncias, enunciados, deseos, un hombre que creyó en la justicia, en sus resortes, en sus fundamentos, en su legalidad, y que se animó a testimoniar, a romper el silencio, a batallar contra sus propios fantasmas, a compartir una sala con la bestia, la mierda, la monstruosidad.
Lopez es un ejemplo. Lopez hizo historia. Y por eso se lo llevaron. Para hacernos mierda de nuevo, para meternos en el ojete la historia que se venía –viene- dando vuelta, para hacernos retroceder en el tiempo treinta años, para que el miedo, el terror y la desesperación nos enfermen la cabeza de nuevo.
Y lo lograron. Los hijos de mil puta lo lograron. Porque estamos todos con un odio padre que nos asfixia, que nos humedece los ojos. Porque nos la dieron de nuevo. Y peor, aún, que la primera vez. Duele más ahora. Julio Lopez nos mata.
Pero seguimos, como siempre, como se hizo desde el vamos, desde el momento que las madres fueron las madres. Y hoy somos miles, los que estamos atravesados por la historia y los que no también. Y no nos van a poder parar. Ya está. La pelea por la verdad la ganamos nosotros. Hasta el Estado tomó un nuevo rol, el de no dejar prescriptos los delitos de lesa humanidad que se cometieron en nuestro país; hasta perdón, nos pidieron a los argentinos y argentinas, por aquellas atrocidades.
Pobre Lopez. Un tipo así debería haberse cuidado como si fuese una perla, un diamante en cuyas paredes de cristal se pudiese leer, captar, trazar, como país, como nación, el camino a seguir, aquello de la memoria, la verdad y la justicia. Un ejemplo de dignidad, de valor, de pelotas bien puestas.
Que hijos de mil putas.
¿Hasta cuando van a andar entre nosotros?
MAD – 18/09/2007
miércoles, septiembre 19, 2007
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